El Gato y la Luna

Llamar a la Luna es caro. Como al mercado le gusta hacer sentido de los precios cuando se puede, y si se puede hacerlo proporcionalmente, quienes administran el servicio deducen que así como las llamadas internacionales han de ser más caras que las intranacionales, las lunares deberían ser más costosas que las dos primeras. Pareciera que delimitan zonas de manera arbitraria y les asignan precios con el propósito de producir ironías ridículas, porque me sale más barato llamar a cualquier lugar cientos de kilómetros al sureste que llamar a la Luna, cuya imagen está a tan sólo el grosor del vidrio de mi ventana. Cómo me cuesta hablar con la Luna. Hablarle a la Luna es por supuesto gratuito para todos inevitablemente: se posa sobre nuestras coronillas y absorbe a través del remolino que se forma en las cabelleras nuestras cavilaciones nocturnas y monólogos bohemios. Todas las personas, por más inalcanzable que la consideren, tienen línea directa con ella y pueden permitirse el dirigirle una oración de amor discreta, un juramento de venganza o adular con un cumplido su belleza. Pero hablar con ella es un asunto distinto. Esta es una Luna de fachada pública e interior privado, que le muestra al mundo orgullosa su cara luminosa, ésa que vemos de noche, pero que no comparte con cualquiera su lado oscuro, sea por vergüenza, sea por miedo, sea por angustia de no estar completa. Esto lo sé y lo digo porque lo conozco, y lo conozco porque ella lo ha querido. De todas las ventanas que pudo haber elegido para mostrarse entera es la mía la que más le ha gustado, así como al gato. Aunque también, al igual que con el gato, pudiese ser que sólo busca su propia imagen en el quizá especial reflejo que devuelve mi acaso mágica ventana, o se acercará para escuchar de mi apacible voz de poeta de dos de la madrugada las filosofadas y versos improvisados que emergen cuando uno piensa tanto en la Luna que se intoxica respirando su luz plateada. No lo sé. Sólo sé que ella viene y yo hablo, ella habla y yo respondo. Ante su belleza enmudece la razón y se desenreda la lengua del verbo apasionado. Qué envidia han de tener de mí mis conocidos. Si supieran ellos lo caro que es hablar con ella, lo que hay que sacrificar: Es preciso renunciar a la vida verdadera y en vez vivir como en un sueño: sin sentido y con la punzante consciencia de que eventualmente hay que despertar. Me cuesta tanto hablarte, Luna.

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